martes, 13 de febrero de 2007

Tengo un perro nuevo

Volví de Perú, no tengo una moneda, y me voy a probar suerte al casino de Mar del Plata. Me llegó que de los concursos literarios se saca plata, voy a mandar este cuento, se aceptan críticas. Audiencia de prueba, otra función más de los weblogs, traido a ustedes por www.blogger.com.

Tengo un perro nuevo. Se llama Lobo, pero yo le digo Bobo. Sólo cuando estamos solos, sino, se llama Perro. Yo no elegí ese nombre, y tampoco lo elegí a él, y es por eso que me gusta tanto. Puedo jugar a que existe una fuerza superior, algo que mueve a todo y a todos en una dirección. Nada mejor que dejar de elegir para sentir como lo lleva a uno la corriente, y le trae un perro, que se llama Lobo. No me mordió nunca, y sólo se enoja cuando le agarro la cola, pero cuando estamos solos me deja, y yo aprovecho y se la retuerzo y lo abrazo y me tiro encima. Ahí larga un aullido quejozo. Sólo ladra cuando me ve preparándome para salir a la calle. Si me pongo las zapatillas, o una remera, él sabe que hay una posibilidad de que lo lleve conmigo. No le gusta la correa, se la pasa tironeando, hasta con la de ahorque. Cuando caminamos unas cuadras se le pasa, y cuando caminamos unas cuadras más, le saco la correa, y se queda quieto, adelante mío. Avanzo dos pasos, y él ocho. Paro, y él mira hacia atrás. ¿Qué pasa? Me quedo mirándolo, maldito perro, ¿tengo soltarte para que dejes de tratar de alejarte de mí? Le revuelvo el pelo de la frente, es cortito y no se revuelve- se siente bien. Pero en la calle no le gusta que lo acaricien. Le gusta lamer el piso, particularmente las manchas extrañas. Una noche se metió algo raro en la boca. No dudo en meterle la mano para sacar lo que sea, y él sabe que tengo derecho de hacerlo. ¿Lo hizo a propósito? Me lavo y me cepillo, pero igual mis dedos apestan a pollo podrido por una semana.

Ayer estaba jugando con mi perro bobo, pero por alguna excepción gramatical me encontré a mí mismo en el lugar del objeto, digo, juguete. Fue algo así como lo que sigue, durante ese juego del que los dueños ineptos de perros somos tan adeptos: perseguirse. Yo iba a donde estaba él, y cuando llegaba, él se iba. Hasta que, en un movimiento tan poco grácil mi perro me hizo notar que estaba cansado, no quería jugar más, solo tirarse un rato para que su amo y esclavo vaya a rascarle el lomo. Atento a sus necesidades, voy hasta donde está echado, y me agacho en el momento que él elige para levantarse e irse corriendo a otro lado, donde todavía debe estar esperando que lo vaya a perseguir.

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